FUENTE: Posted by E.J. Rodríguez
“¿Cómo pudo perder Capablanca contra mí? Debo confesar que ni siquiera ahora soy capaz de responder a esta pregunta con certeza, dado que en 1927 yo no creía que fuese superior a él. Quizá la principal razón de su derrota fue la sobreestimación de sus propios poderes —producto de la arrolladora victoria en el torneo de Nueva York de ese mismo año— y su infravaloración de los míos.” (Alekhine)
Pocas revanchas deportivas han sido tan esperadas como las de algunos célebres campeonatos mundiales de ajedrez. Es un deporte que, o bien pasa desapercibido para el gran público, o bien produce de la nada fenómenos publicitarios mundiales como lo fueron Paul Morphy a mediados del siglo XIX, o Fischer, Kárpov y Kaspárov durante el siglo XX.
El cubano José Raúl Capablanca fue uno de aquellos fenómenos. La gente se hacía muchas preguntas sobre él. ¿Qué había dentro de la cabeza de “la máquina de ajedrez”? ¿Podría alguien vencerle alguna vez? Algunos llegaron a decir que Capablanca había “resuelto el ajedrez”, como si en su portentoso cerebro se ocultase el secreto mágico que permitía leer la más complicada posición de una partida, visualizando en un instante decenas o centenares de ramificaciones matemáticas y geométricas. El gran maestro cubano tenía intrigado al mundo, y sus anómalas dotes capturaban la imaginación del público.
Pero en 1927, tras un agónico match de treinta y nueve partidas que tuvo en vilo incluso a personas que nada sabían sobre este juego, el Divino Capablanca, el invencible rey de los tableros, había sido derrotado de manera épica por el ruso Alexander Alekhine, que le había arrebatado el título para conmoción del mundo entero. Ahora, naturalmente, tocaba impacientarse mientras llegaba la ansiosamente esperada revancha.
Un botín de 10.000 dólares
“El doctor Alekhine siempre juega bien. El título de campeón está en buenas manos” (Capablanca, tras perder el título)
Si alguien hojease un libro de historia y leyese lo que Capablanca y Alekhine solían decir uno acerca del otro, pensaría quizá que se respetaron y admiraron hasta la muerte.
Los elogios mutuos nunca faltaron en las declaraciones públicas de ambos, ensalzando sobre todo las virtudes ajedrecísticas del rival.
Eran dos hombres elegantes: el cubano nació en una familia criolla de tradición militar y el ruso procedía de la aristocracia moscovita. Individuos refinados con los que no iba eso de menospreciarse públicamente ante la prensa.
Pero lo cierto es que tras el campeonato de 1927 la relación entre ambos se fue deteriorando progresivamente hasta llegar a extremos de verdadero encono. Con los años se llegó a un punto en que no se dirigían la palabra ni siquiera para solicitar tablas en mitad de una partida, para lo cual recurrían a la intermediación del árbitro. Dos jugadores que habían sido, si no amigos, al menos cordiales colegas durante épocas pasadas. ¿Qué sucedió entre ellos?
José Raul Capablanca, antes de iniciar una sesión de partidas simultáneas.
Habría que empezar explicando cómo se organizaban los encuentros por el título mundial, porque en ello radica la clave de lo acontecido tras la inesperada derrota de Capablanca. Por entonces no existía un campeonato mundial reglamentado, y los “matches” por la corona se negociaban de forma parecida al boxeo. El aspirante presentaba unas condiciones económicas, y si al campeón le convenían dichas condiciones y se llegaba también a un acuerdo sobre el formato del “match” (nº de puntos, sede, etc.) aceptaba poner su corona en juego. Esta forma arbitraria de negociar los mundiales podía conducir a que el campeón vigente terminase no enfrentándose a sus principales rivales, y aunque los ajedrecistas se consideraban gente honorable, no dejaban de ser humanos.
Por ejemplo, cuando el alemán Emmanuel Lasker era todavía campeón pero ya estaba claro que Capablanca era el principal aspirante, Lasker había tardado más de la cuenta en aceptar enfrentarse al cubano, lo cual retrasó unos años la llegada de Capablanca a la cumbre. El alemán sólo accedió a enfrentarse a él cuando el clamor de que el caribeño era el mejor jugador del mundo resultaba prácticamente unánime.
Para evitar que se repitiese este tipo de situación, cuando Capablanca ganó el título llegó a un acuerdo firmado con los jugadores más importantes del momento. Convinieron algunas cláusulas para organizar los enfrentamientos. El campeón pondría el título en juego una vez al año, pero únicamente si el aspirante le ofrecía una bolsa de 10.000 dólares de la época. De esa cantidad, el campeón recibiría un anticipo de 2.000 dólares, y el resto se repartiría después del match: un 60% para el vencedor, un 40% para quien hubiese perdido. Esas condiciones le aseguraban a Capablanca, un mínimo de 5.200 dólares cuando aceptase jugar, aunque pediese su título. Una más que considerable cantidad para la época.
Como decimos, los demás maestros aceptaron estas nuevas reglas, pero en el ajedrez pre-profesional de los años 20, aquella cifra de 10.000 dólares era muy difícil de reunir. Durante mucho tiempo, ninguno de los principales rivales de Capablanca fue capaz de recaudar ese dinero. Jugadores como Rubinstein, Nimzowitsch y el propio Alekhine desafiaron al cubano con las manos vacías en varias ocasiones, pero Capablanca se negó a jugar porque no tenían los 10.000 pactados. En siete años de reinado y siempre siguiendo las reglas acordadas, Capablanca no puso su corona en juego. Hasta que finalmente Alekhine consiguió los 10.000 dólares que le permitieron derrotarlo en 1927.
Nada más obtener el título, Alexander Alekhine se mostró públicamente dispuesto a ofrecer una revancha a Capablanca, en idénticas condiciones, tal y como todo el mundo esperaba. Periodistas y aficionados contaban ansiosamente los meses para el nuevo encuentro y Capablanca estaba más que desesperado por jugar e intentar recuperar la corona perdida. Comenzaron las negociaciones sobre las condiciones de competición mientras “la máquina del ajedrez” trataba de encontrar patrocinadores para cubrir aquella bolsa de 10.000 dólares.
Esperando la revancha
Mientras surgía la oportunidad de intentar recuperar el trono, el cubano se empeñó en seguir demostrando que, pese a todo, era todavía el número uno. Perder el título mundial por sorpresa no le desmotivó, sino más bien todo lo contrario, y redobló sus energías. Entre 1928 y 1931, Capablanca jugó diez torneos de primer nivel. Ganó nada menos que siete de ellos, y en los tres restantes quedó segundo por muy poco. Jugó a un nivel apabullante. El recuento total de partidas de ese periodo habla por sí solo: +67-4=45. Es decir, sólo cuatro derrotas frente a ¡sesenta y siete victorias! Una estadística formidable. Además, su proporción de partidas ganadas respecto a partidas entabladas era, como se ve, también espectacular. Capablanca seguía en plena forma, eso era un hecho. Los espectadores y los periodistas se frotaban las manos: un nuevo “match” entre los dos más grandes ajedrecistas del mundo podría ser tanto o más dramático y emocionante que el primero.
Alexander Alekhine provocó una agria disputa debido a las condiciones económicas de su revancha con Capablanca.
Pero las negociaciones entre Alekhine y Capablanca empezaron a alargarse inexplicablemente, complicándose bastante más de lo previsto. En varias ocasiones parecía haber un inminente acuerdo, pero a última hora siempre se arruinaba la posible organización del match porque Alekhine nunca estaba satisfecho con las condiciones de competición propuestas. Terminó el año1928 sin que se hubiese conseguido organizar la revancha. Daba la ligera impresión de que Alekhine estaba buscando el más mínimo pretexto para ir retrasando su enfrentamiento con el cubano.
Después de 1929, la impresión dejó de ser tan “ligera” y se convirtió en una certeza. Capablanca finalmente reunió los 10.000 dólares necesarios para jugar, pero se produjo una coyuntura imprevista: el desplome de la Bolsa durante el fatídico “lunes negro” de Wall Street, que trajo la Depresión y la devaluación de la moneda. Eso hizo que Alekhine alegase que el dólar había perdido valor, y exigió que la cantidad acordada le fuese entregada en oro. Ya no se conformaba con moneda de curso legal. Si no se le pagaba el equivalente a los antiguos 10.000 dólares en metal precioso, no habría match. Capablanca estaba atónito y escandalizado. Su rival estaba aprovechando la coyuntura financiera para ponerle las cosas difíciles. Lo pactado eran 10.000 dólares, pensaba Capablanca, no “10.000 dólares-oro”, y no era culpa suya que la moneda se hubiese devaluado súbitamente. En pleno desastre monetario mundial, el cubano no podía reunir todo el oro que Alekhine demandaba. El ruso seguía afirmando que se acogía a las condiciones pactadas años atrás y que sería injusto para él recibir un papel moneda cuyo valor intrínseco se había desplomado. Capablanca, en cambio, creía que Alekhine estaba saltándose el acuerdo e imponiendo nuevas condiciones: el cubano presionaba a la FIDE para que el match se celebrase de acuerdo con sus criterios y no con los de Alekhine.
Más allá de quién tenía o no razón, estaba quedando patente que Alekhine se estaba escudando en cuestiones monetarias para no jugar con el único rival de su misma magnitud que había en el mundo del ajedrez. El ruso pedía cantidades exorbitantes cuando se le invitaba a un torneo donde estuviese presente Capablanca; cantidades que los organizadores no podían asumir, así que el campeón no acudía nunca si jugaba también el cubano. Una forma como cualquier otra de evitar enfrentarse a él. Incluso se rumoreaba que a veces el ruso lo planteaba en términos más explícitos a los organizadores de dichos torneos : “o Capablanca o yo”. Así que entre 1928 y 1931, los dos mejores ajedrecistas del mundo no coincidieron nunca con un tablero de por medio.
Las cosas terminaron de quedar claras cuando el campeón ruso sí aceptó poner su título en juego frente a Efim Bogoljubov, un buen jugador sin duda, pero que era un aspirante considerablemente inferior a Capablanca y al propio Alekhine. Para colmo, Alekhine exigió a Bogoljubov condiciones menos duras de las que las estaba exigiendo a Capablanca. El cubano, viendo cómo se celebraba un match por el título sin que él —todavía el mejor jugador del mundo— estuviese sentado ante los escaques. Se sintió enfurecido y frustrado. El público también sentía esa misma frustración y le terminó quedando claro lo que estaba ocurriendo: Alekhine, simple y llanamente, tenía miedo de Capablanca.
La escapada del campeón
Alekhine había dedicado años de su vida a encontrar la forma de vencer al genio cubano, esforzándose al máximo, estudiando, preparándose, analizando… dejándose la piel mientras Capablanca jugaba al billar, acudía a fiestas de sociedad y se entretenía con bailarinas y actrices. Cuando finalmente los enormes esfuerzos del ruso dieron fruto y pudo destronar a su casi invencible adversario, Alekhine supo que la venganza de Capablanca sobre el tablero podría ser terrible. Sintió el vértigo de saber que el cubano había aprendido una valiosa lección: no debía volver a confiarse. Su talento natural era excepcional, pero necesitaba prepararse mejor para asegurarse la victoria. Y si a Alekhine le había costado tanto vencer a un Capablanca que no había entrenado, ¿qué sucedería si el cubano decidía ponerse a trabajar duramente antes de una hipotética revancha? Las perspectivas de un nuevo enfrentamiento no eran nada halagüeñas para Alekhine. Y el ajedrez lo era todo para él. No supo afrontar la amenaza que se cernía en el horizonte. Se acobardó, parapetándose allí donde Capablanca no pudiese alcanzarlo.
Como veníamkos diciendo, tras su derrota de 1927, Capablanca perdió quizá parte de su aura, pero no de su superioridad ajedrecìstica. Seguía siendo el mejor, o como mínimo seguía estando a la altura del nuevo campeón, aunque no había forma de comprobarlo puesto que nunca jugaban en las mismas competiciones. Capablanca, decepcionado y dolido por el curso de los acontecimientos, comenzó a detestar visceralmente a Alekhine. Pero comprendió finalmente que la revancha no se iba a producir, que Alekhine le evitaba incluso en los torneos y que por tanto no iba a tener ocasión de vengarse sobre los tableros, no pudo evitar desanimarse. En 1931, Capablanca perdió el interés por el ajedrez competitivo. Jugó un último match de diez partidas contra uno de los grandes jugadores del momento, el holandés Max Euwe, y ganó con un resultado de +2-0=8. Pero ya no estaba motivado. El Mozart del ajedrez abandonó los tableros.
Durante los años siguientes, José Raúl Capablanca no volvió a aparecer en la competición de élite. Sólo se dejaba ver por el club de ajedrez de Manhattan para jugar algunos torneos informales, sobre todo de ajedrez rápido o “blitz”, el equivalente ajedrecístico de la pachanga futbolística.
Max Euwe, el único hombre que derrotó a Alekhine en un campeonato mundial, fue también el primero en detectar el alcoholismo del campeón.
A sus cuarenta y pocos años, Capablanca estaba virtualmente retirado… mientras Alekhine seguía ciñendo la corona que ya mucha gente pensaba no le pertenecía legítimamente. Las lamentables maniobras de Alekhine para evitar encontrarse con quien aún era considerado mejor ajedrecista del planeta contribuyeron a empeorar su imagen pública. Aunque a nivel puramente ajedrecístico, el ruso siguió demostrando que era un jugador temible y que, salvo Capablanca, tampoco había en el mundo rivales para él. Durante aquellos años Alekhine ganó todos los torneos en donde se presentó, con unas estadísticas espectaculares que no tenían mucho que envidiar a las del propio cubano. Todo el juego posicional y la teoría que Alekhine había estudiado para superar el casi imbatible juego instintivo del “Mozart del ajedrez” se unía a su inagotable fantasía ofensiva, y el ruso seguía produciendo verdaderas obras maestras del ajedrez de ataque que asombraban a propios y extraños. Tras 1931, ya sin Capablanca en competición, el ruso ejerció un dominio aplastante sobre todos los demás jugadores, aunque nadie en el mundo parecía tener demasiadas ganas de apreciar sus logros. Sus obras maestras sólo interesaban a los entendidos. Para el público, Alekhine era sencillamente el villano de la historia. ¿De qué servía tanto alarde ajedrecístico si se escondía cobardemente del único hombre capaz de mostrarse superior a él?
No sabemos cuál hubiese sido el resultado si se hubiese producido un match por el título antes de la retirada de Capablanca en 1931, cuando ambos estaban todavía en sus mejores años, pero la opinión más generalizada es la de que Alekhine lo hubiese tenido bastante más difícil aquella segunda vez.
El retorno de Capablanca
Durante varios años, el ajedrez tuvo que sobrevivir sin su principal estrella, que había abandonado la competición. Su fama no disminuyó —como decía después su esposa, “las mujeres le acosaban allá donde íbamos”— pero el ajedrez estaba huérfano sin él.
Pero sólo hay una cosa que puede enviar a un hombre a la miseria tanto como sacarlo de ella y darle alas para salir adelante: una mujer. José Capablanca había llegado a perder toda la motivación y no quiso jugar durante varios años. Pero su segunda esposa, Olga Chubavorva, le dio ánimos renovados y fue en buena parte responsable de que tras un largo periodo de inactividad, el genio cubano decidiese volver al ajedrez competitivo. En 1934 el cubano empezó a dejarse ver en algunos torneos importantes. Tras unos inicios dubitativos —bastante comprensibles dado el largo paréntesis que le tenía falto de práctica— el cubano empezó a mostrar indicios de clara mejoría.
Mientras luchaba por recuperar la forma, hubo un hecho que redobló su determinación de volver a aspirar al título. En 1935 Alekhine volvió a poner su corona en juego frente a un gran maestro que consideraba asequible, Max Euwe, el mismo que había perdido contra Capablanca antes de la retirada. El holandés era un gran jugador, pero como todo el resto era manifiestamente inferior a Alekhine. Se esperaba que el ruso conservara el título con facilidad, pero, para asombro de todos, perdió por un resultado muy apretado +8-9=13. Alekhine se mostró irregular, jugando bien unas partidas pero cometiendo errores incomprensibles en otras, algo hasta entonces impropio de él. Aquello le costó el título. El nuevo campeón, Euwe, dio más tarde pistas de lo que podía haber ocurrido: afirmó que Alekhine se había presentado a jugar varias partidas en condiciones de visible embriaguez. Como hoy ya sabemos, el campeón ruso se había convertido en un alcohólico durante los años en que evitaba a Capablanca. En todo caso, el abuso de la bebida le hizo perder la corona frente a un jugador que podemos considerar inferior a él.
La segunda esposa de Capablanca logró que el mundo volviese a gozar del talento de su genial marido.
Aquello podría reabrir las puertas del título para Capablanca. Pero Euwe, que era bastante más deportivo que Alekhine, le ofreció una rápida revancha y el ruso, temporalmente sobrio, despejó todas las dudas sobre su juego. Esta vez sí, Alekhine aplastó a Euwe por +10-4=11 y recuperó el título. Su talento no había desaparecido. Sus ganas de obstaculizar una revancha con Capablanca, tampoco.
Capablanca, sin embargo, volvía a soñar con disfrutar la oportunidad de una revancha: Alekhine ya había jugado dos finales con Boljojugov, y otras dos con Max Euwe. Nada menos que cuatro campeonatos mundiales: el quinto, por fuerza, tendría que se contra Capablanca. Aquello le impulsó lo suficiente como para recuperar buena parte de su antiguo poder. En 1936 Capablanca ya tenía cuarenta y ocho años, pero sorprendió a todos con uno de sus grandes años ajedrecísticos. Jugó a un altísimo nivel que volvía a colocarle en lo más alto, como si la edad y los años de retiro no le pesaran lo más mínimo. Primero ganó un torneo en Moscú sin perder una sola partida, superando a algunos potentísimos nuevos valores como el futuro campeón mundial Mikhail Botvinnik, el hombre que terminaría iniciando el periodo de total dominio soviético algunos años más tarde. Tras esa brillante victoria en Moscú, Capablanca acudió a otro importantísimo torneo, en Nottingham, donde iba a estar presente la plana mayor del ajedrez de la época: Botvinnik, Euwe, Reshevsky, Vidmar, Tartákover… y Alexander Alekhine. El ruso, probablemente por cuestiones monetarias, no pudo evitar cruzarse finalmente con Capablanca, después de casi una década de no haberse sentado en el mismo tablero en competición oficial.
La noticia de que Capablanca y Alekhine se iban a volver a enfrentar corrió como la pólvora. La gente se dispuso a seguir el torneo con el morboso interés de quien durante años y años ha esperado el siguiente episodio de su serial favorito para conocer el desenlace. Aunque sólo iban a encontrarse en una partida aislada y lo único que había en juego era un punto, el cruce entre los dos genios del ajedrez era todo un acontecimiento. Prensa y público, lógicamente, se tomaron aquella partida como el sustitutivo de la revancha todavía no celebrada, un poderoso placebo para decidir —de manera no oficial— quién era “el verdadero campeón”. Ni que decir tiene, prácticamente todo el planeta deseaba ansiosamente ver ganar al cubano.
Las dos torres
El estilo de juego de aquella partida no recordó a las correosas maniobras posicionales del mundial de 1927, sino que fue más bien un duelo de triquñuelas, como si Capablanca estuviese jugando a “cazar al cazador”. Alekhine hizo una de sus famosas combinaciones enrevesadas, para quedar con una muy ligera superioridad de piezas (dos poderosas torres frente a dos alfiles y un caballo). Era justo la clase de combinación con la que Alekhine había vencido a tantos de sus rivales. Pero resultó que Capablanca había entendido mejor la combinación y, haciendo creer a su rival que tenía la sartén por el mango, “se dejó hacer”, previendo de antemano un final de partida donde, pese a su ligera inferioridad material, tenía una posición mucho mejor, en la que las dos torres de Alekhine quedaban aisladas. El ruso entendió que no podía ganar y se rindió, para perplejidad de analistas y espectadores, que en un principio no terminaron de entender por qué no seguía jugando una partida en la que parecía poder optar, como mínimo, a unas tablas. Pero, efectivamente, Capablanca le había ganado en su propio terreno, el de las combinaciones geniales, con una sutileza propia del viejo campeón.
Una grave hipertensión marcó los últimos años de la vida de Capablanca.
Tras desquitarse con aquella brillante victoria sobre su denostado enemigo, el cubano finalizó el torneo a un extraordinario nivel, compartiendo el primer lugar con Botvinnik, mientras Alekhine, gracias a la derrota frente a Capablanca, se veía relegado a una más modesta sexta posición. Lo único que impidió al cubano ganar en solitario fue una partida perdida de forma inesperada frente al checo Salo Flohr, en la que Capablanca perdió un punto crucial contra pronóstico —y un punto en ajedrez es mucho—, pero aun así la impresión que dejó en el torneo fue la de que volvía a ser el mejor jugador del mundo. Cómo no, mucha gente tomó la victoria sobre Alekhine como una muestra de la innata superioridad del cubano a la hora de evaluar la posición, y una evidencia palmaria de por qué Alekhine sentía tanto terror ante una posible revancha. Capablanca merecía una revancha. Tenía que haber una revancha.
Pero la exhibición de Nottingham fue el canto del cisne del gran Capablanca. El glorioso retorno a la cumbre no duró mucho más. Alekhine siguió sin ofrecerle una revancha, se repitieron las circunstancias de años anteriores, y ya llovía sobre mojado. Capablanca se percató rápidamente que el campeón seguiría buscando cualquier excusa para no darle la oportunidad de desafiarle, y se desanimó nuevamente. Su nivel de juego empezó a decaer de manera muy pronunciada, aunque esta vez no influía sólo su desánimo, sino una hipertensión mal diagnosticada que empezó a causarle serios problemas incluso durante algunos torneos. También el juego de Alekhine estaba decayendo debido a la edad y el alcoholismo, aunque mantenía el título porque siempre se las arreglaba para jugárselo frente a los rivales asequibles.
Capablanca y Alekhine se encontraron de nuevo en 1938, durante un torneo en Holanda, aunque ya ninguno de los dos podía ser considerado el mejor. En dicho torneo, Capablanca obtuvo la peor clasificación de su carrera (una séptima posición) ya que estaba padeciendo síntomas de su enfermedad. En el torneo a doble ronda, los viejos rivales jugaron dos partidas, las últimas dos veces que el mundo les contemplarían sentados ante un mismo tablero. Empataron una de las partidas, donde negociaron las tablas a través del árbitro porque no querían hablarse. La otra partida se celebró justo el día en que Capablanca cumplía cincuenta años, además de haber sufrido nuevamente las consecuencias de su mal estado de salud. En un estilo de juego abierto y lleno de riesgos que convenía perfectamente a Alekhine, Capablanca perdió por sobrepasar el límite de tiempo. Era sólo la segunda vez en toda su vida que su reloj alcanzaba el límite durante una partida oficial, ya que la rapidez de pensamiento había sido siempre su principal característica. Pero la hipertensión estaba afectándole seriamente. Fueron dos partidas crepusculares entre dos genios que afrontaban el declive; aun así, seguían despertando el morbo de ver a los dos enemigos irreconciliables en otro duelo de voluntades, pero ya no eran los mismos de antaño.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial terminó de hacer imposible una revancha que, de todos modos, ya nadie esperaba que tuviese lugar. Capablanca se retiró nuevamente de la competición, esta vez de manera definitiva. Como había hecho durante su primer retiro, sólo aparecía por el club de ajedrez de Manhattan para jugar u observar partidas informales. En 1942, mientras miraba una de aquellas partidas, se levantó de repente, pidió ayuda para quitarse el abrigo, y a continuación se desplomó inconsciente en el suelo. Ingresado en el hospital, murió a las pocas horas a causa de una hemorragia cerebral, producida por la hipertensión crónica que padecía. El mundo acababa de perder a uno de los genios innatos más notables de la Historia. Tenía cincuenta y tres años.
Alekhine recibió la noticia con palabras de elogio para quien, según él, era “el más grande ajedrecista que había existido”. El ruso, ahora ciudadano francés, no dejó de ser un personaje polémico hasta el último día de su vida. En aquellos años, durante la ocupación nazi, aparecieron publicados unos artículos firmados por él, en los que defendía ideas antisemitas propias de la ideología hitleriana, aunque después de la guerra Alekhine afirmó que no eran de su autoría y que habían sido manipulados por los alemanes, añadiendo tintes raciales a unos textos suyos que tenían carácter puramente formal. Es difícil saber hasta qué punto se le puede tachar de antisemita, aunque sus simpatías por el régimen nazi parecían claras. Tras la guerra, Alekhine —considerado casi un colaboracionista— se refugió en la España franquista. Ya no se le invitaba a torneos celebrados en otros países occidentales, aunque sí jugó en España, donde el nuevo niño prodigio del ajedrez, Arturo Pomar, logró empatarle una partida. En una ocasión se llamó a Alekhine desde las Islas Británicas para participar en un torneo, pero las airadas protestas de otros ajedrecistas consiguieron que terminase no acudiendo.
Alekhine y su famoso gato, llamado sencillamente "Ajedrez".
Además de la ambigüedad de su relación con los nazis, hubo otra acusación que dio mucho que hablar en el mundo del ajedrez. Según se decía, en sus libros, Alekhine inventaba partidas que no había jugado realmente para incluirlas en sus recopilaciones, o de modificar algunas existentes y poco conocidas para hacerlas más bellas de lo que realmente habían sido. Aquella acusación fue algo más que un mero rumor popular ya que varios ajedrecistas importantes airearon el asunto públicamente. Y cómo no, quedó una tercera acusación, la de no jugarse el título frente a rivales que pudieran vencerle. Toda la belleza que Alekhine era capaz de crear sobre el tablero estaba siendo compensada por la imagen cada vez más tenebrosa que proyectaba fuera de él.
Su fuerte carácter tampoco contribuyó a que el público le tuviese demasiado afecto. Una de las anécdotas más célebres que se le atribuyen sucedió en una aduana, por la que pretendía pasar sin identificarse tras haber extraviado su pasaporte. Ante los impedimentos de los funcionarios, el ajedrecista respondió airado: “Soy Alexander Alekhine, campeón mundial de ajedrez, ¡no necesito pasaporte!”.
Tras unos últimos años marcados por oscuras polémicas, además de por el alcoholismo, y como no podía ser menos, tenía que protagonizar una muerte igualmente controvertida. Alexander Alekhine murió en 1946 —también a la edad de cincuenta y tres años, como Capablanca— manteniendo todavía el título de campeón mundial. Su fallecimiento de produjo a causa, oficialmente, de un ataque al corazón. Pero un supuesto testigo de la autopsia destapó la noticia de que realmente había fallecido por un trozo de carne sin masticar que había taponado su tráquea, asfixiándole. La supuesta disparidad entre esa autopsia y el motivo oficial de su muerte disparó los rumores de que pudo haber sido asesinado por un comando secreto, como venganza por su colaboracionismo con los nazis. Incluso el propio hijo de Alekhine apoyó la idea, diciendo que su padre había sido asesinado por órdenes de Moscú. Sea o no cierto, la tétrica controversia sobre su misterioso adiós no podía estar más en consonancia con la oscuridad del personaje.
Dos genios, dos estilos, un legado
“Una vez, durante un torneo en Moscú, un grupo de maestros analizaba el final de una partida. No podían encontrar la jugada correcta y mantenían muchas discusiones. De repente, Capablanca entró en la habitación. Le gustaba caminar mientras era el turno de jugar de su oponente. Comprendiendo la razón de la disputa, el cubano se inclinó sobre el tablero, dijo ‘sí, sí’ e inmediatamente redistribuyó todas las piezas para mostrar la posición correcta que permitía ganar la partida. No exagero. Don José literalmente empujó las piezas, sin hacer siquiera las jugadas en orden. Sencillamente las puso en los lugares que consideraba necesarios. De repente, todo quedó claro. Allí estaba el esquema correcto de la posición, ahora la victoria era fácil” (Alexander Kotov)
“A diferencia de Fischer, con su propensión a la claridad, y de Kárpov, educado en las partidas de Capablanca, desde mis años más jóvenes estuve enormemente influido por el juego de Alekhine, y fascinado por el suceso sin precedentes de su victoria en el match contra Capablanca de 1927. He admirado el refinamiento de sus ideas, y he intentado en la medida de lo posible emular su furioso estilo de ataque, con sus repentinos y atronadores sacrificios” (Garry Kaspárov)
“Era imposible ganar a Capablanca, contra Alekhine era imposible jugar”(Paul Keres)
La historia del ajedrez está huérfana de dos grandes acontecimientos, hitos que tenían que marcar el destino del reino de Caissa, pero que nunca se llegaron a celebrar. Uno fue el campeonato mundial entre Fischer y Kárpov, que nunca tuvo lugar porque Fischer, tras proclamarse campeón, había desaparecido del mapa y se negó a reaparecer aunque ello le costase la pérdida del título. El otro acontecimiento fue, claro, la revancha nunca celebrada entre Alekhine y Capablanca. Es como un gran agujero negro en mitad de una, por otra parte, muy rica historia.
Pero aunque su rivalidad quedase tristemente incompleta, ambos marcaron un antes y un después en el mundo del ajedrez; más allá de su agria rivalidad personal establecieron dos escuelas de juego totalmente opuestas, que han seguido vivas a través de los años. Los jugadores amantes del juego de ataque, del ajedrez bello, retorcido y fantasioso —jugadores como Mikhail Tal o Garry Kaspárov— se inspiraron fundamentalmente en las partidas de Alekhine. Los jugadores amantes del orden, la claridad y la lógica posicional, como Bobby Fischer o Anatoly Kárpov, aprendieron su estilo de Capablanca. La distinción entre jugadores ofensivos y posicionales existía ya desde el siglo XIX, pero fueron Capablanca y Alekhine quienes redefinieron esos roles para siempre.
Capablanca, además, tuvo un papel muy importante en la difusión social del ajedrez, gracias a su fama y su perfecto papel como embajador del juego en todo el mundo. Fue un hombre admirado y querido por el público, una auténtica estrella que llevó los tableros a las portadas de los periódicos. Su prodigioso talento natural le dio al ajedrez una aureola que no podría darse en otro deporte, sino más bien en la música, el arte o la ciencia; la del niño prodigio intelectualmente superior. Hubo genios ajedrecísticos antes que él, pero Capablanca rodeó la figura del genio de un halo casi místico. Durante décadas, a los nuevos valores del ajedrez y sobre todo a los niños prodigio se les comparaba con Capablanca (como hoy se les compara con Bobby Fischer).
El cadáver del campeón mundial Alexander Alekhine fue encontrado aún sentado a la mesa; tiempo después correrían ríos de tinta sobre las enigmáticas circunstancias de su muerte.
Alekhine, en cambio, no dejó tras de sí una imagen positiva (aunque, con el tiempo, las leyendas negativas pueden ser tanto o más fascinantes) e incluso durante sus últimos años finales se le llegó a detestar con bastante vehemencia. Pero más allá de las facetas oscuras de su personalidad, es innegable que Alekhine aportó dos cosas fundamentales al ajedrez. Una, el gusto por la belleza artística del juego, por el componente estético de las partidas repletas de movimientos asombrosos e inesperados… algo que Capablanca no hacía y que de no ser por Alekhine hubiese pasado desapercibido durante aquellos años. Y dos, la demostración de cuán importante es el estudio y la preparación en el ajedrez de élite. Aunque siempre pesará sobre Alekhine la vergüenza de haberle negado la revancha a Capablanca, el hecho mismo de haberle podido vencer tuvo una importancia capital en el desarrollo del ajedrez posterior. Alekhine demostró al mundo que no había nadie lo bastante superdotado como para que no se le pudiera vencer con la debida preparación. Creó la disciplina del jugador moderno: el talento natural no basta. El ajedrez era un arte para él, pero al igual que un músico, el ajedrecista sólo da lo mejor de sí con el estudio y la práctica. Capablanca fue el último de los campeones bohemios. Después de Alekhine, el campeonato mundial de ajedrez ha pertenecido sólo a quienes combinan su talento innato con un trabajo agotador.
Además, esto tampoco se puede obviar, las partidas de Alekhine están entre las más bellas y entretenidas que ha producido el juego/arte/ciencia de las sesenta y cuatro casillas, mientras que muchas de las partidas de Capablanca son admirablemente sólidas… pero no tienen un “golpe de efecto” que haga saltar en su silla al aficionado medio. Personalmente, para quien suscribe son mucho más interesantes las partidas de Alekhine que las de Capablanca, cuyo estilo me resulta más bastante monótono, aunque lógicamente su clarividencia posicional es a menudo fascinante.
Alekhine también fue responsable de otro considerable legado, aunque no voluntariamente: su discutible comportamiento una vez convertido en campeón y la manera calculadamente antideportiva en que retuvo el título, obligó a la FIDE a cambiar las reglas. Tras la muerte de Alekhine, se estableció un nuevo modelo que obligaría a cada nuevo campeón a jugarse el título periódicamente, y si decidía no enfrentarse al aspirante, sencillamente se le despojaría de la corona.
Fueron dos genios, de temperamento opuesto, estilos opuestos y destinos igualmente opuestos. La historia del ajedrez les recuerda como igualmente grandes, y todo cuanto necesitan para que su rivalidad se filtre en el inconsciente colectivo —como la de Mozart y Salieri— es que alguien ruede una gran película sobre ellos, sobre cómo vivieron y jugaron el uno en torno al otro como dos estrellas que orbitan juntas en un sistema binario, robándose mutuamente la energía, intentando eclipsar el brillo del otro proyectando un brillo todavía mayor. Representaban como nadie la dualidad de la competición y de la vida, el día y la noche, la calma y la tempestad, el ying y el yang: si el público no tuviese tan poca memoria, Capablanca y Alekhine serían arquetipos universales. En el mundo del ajedrez, de hecho, ya lo son, como unos modernos Caín y Abel. Una historia única que, muy a mi pesar, he resumido de manera muy imperfecta en el formato de este artículo dividido en dos partes, pero a la que hubiese dedicado un libro entero sin dudarlo. Algo así sólo podía superarse si un ajedrecista fuese capaz de reunir en su sola persona el ying y el yang, a Capablanca y Alekhine revueltos en una sola mente. Ese individuo, por cierto, fue Bobby Fischer, pero, como suele decirse… esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
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